Las mañanas ya no son eternas, se acaba el tiempo y el papel se gasta, desordenado en una mesa, rotulados con nombres que se escapan esperando, que esta sea la última vez, o que la vida se extienda, otras se doblan en hojas; se manchan con las lágrimas al buscar con qué secarlas.

Afuera las voces discuten, en palabras incompresibles para los que esperan tras los vidrios, en el pavimento muy caliente o muy frío. Los autos pasan, usan la bocina ignorando la señal del silencio, ese no existe, ese se encierra en los cuerpos cuando los ojos se apagan; y todos pasan a su lado, ignorándolo como los carros en las calles.

Desde el sexto piso, pueden verse los hilos exhibidos por el sol de la madrugada, los tropezones que piensan son accidentes, cuando son ellos mismos que los jalan. Piensan que están solos, pero entre más andan, más se atan. Cuando dejan de creer, siguen el rastro, se acercan sin distinguir las arrugas, reconocen sus necesidades, abrazan sus pesares.

Las noches ahora son eternas, el tiempo es una pequeña muesca, una señal de que ahí existió el pasado, que se detuvo colgado de camillas, de máquinas para aspirado, de la mano en el hombro del resignado.

Ahora cerrar los ojos es otra pausa lenta, como la que existe entre una carcajada con otra, la que sonríe a las espaldas del que se va caminando, y respira profundo, porque es otro día que ha acabado.